miércoles, 19 de diciembre de 2012

FELICIDAD: ¡QUÉ MOMENTO!



Creo que cualquier fulano titubearía si alguien le preguntara, así, de sopetón, si alguna vez vio la felicidad verdadera en la cara de alguien. Descartando, claro está, la de los pequeños cuando reciben algún juguetito de regalo, la de las mamás cuando arrullan a su bebé, o la de algún tipo que, vaya a saber cómo, sale de la perrera del H nacional con los bolsillos llenos. Por eso creo que yo tengo derecho a afirmar y difundir las dos ocasiones (¡dos!), en las que, sin lugar a dudas, vi a tipos a los que se les reía la cara de auténtica e inconfundible felicidad.
Comenzaré por la última. Un buen día, en una esquina de barrio de cuyo nombre no quiero acordarme, se instaló un ciruja, uno de tantos. Pero este, más vivo que otros, eligió el lugar por un motivo: un balcón del primer piso del edificio lo protegía de la lluvia. Extendió allí su colchón despanzurrado y mugroso, sus mantas no menos comprometidas, se sentó sobre todo eso de modo de aligerar el rigor de la vereda y se quedó allí por meses si no años. Y sobrevivió todo ese tiempo sin un amigo, sin un perro pulguiento, sólo acompañado por una pequeñísima radio portátil que vaya a saber cómo consiguió y que escuchaba siempre pegada al oído, ya que andaría floja de pilas.
Pero decir que la gente del barrio no lo tenía en cuenta, es poco. Era apenas una cosa, un detalle, una sombra sin nombre, nadie en realidad.   Ignoro de qué viviría este tipo. Calculo que de vez en cuando recibiría una moneda de algún transeúnte sensible y que tal vez otros le arrimarían una sobrita o un sándwich de milanesa. Pero de trato personal, los vecinos nunca le ofrecieron nada.
Hasta que un día, muy temprano, todo cambió, al menos por un tiempo. Porque precisamente en esa esquina, en la esquina del ciruja, chocaron dos autos, uno de alquiler y otro particular. ¿Testigos del accidente? Uno solo: el ciruja. Al que el choque, siquiera por un ratito, le cambió la vida. Porque no sólo los policías debieron dirigirse a él para preguntarle cómo había ocurrido la cosa, sino que ese mismo vecindario, que lo ignoraba por su condición de miserable habitante de la calle, que jamás le dirigía la palabra ni se acercaba a menos de un par de metros de él, porque presumía que hedía a zorrino (lo que tal vez fuera cierto), de pronto cambió de actitud. Y no sólo reconoció su oscura existencia, sino que muchos se acercaron a preguntarle cosas como: Che, ¿qué pasó? ¿Andaban muy fuerte? ¿Es cierto que al pasajero del taxi le dio un bobazo? ¿La ambulancia, tardó o vino enseguida?
No habrán sido más de dos o tres días de protagonismo; después el caso pasó al olvido y ya nadie volvió a ocuparse del ciruja. Pero lo digo con fundamentos, porque yo mismo lo vi: durante esos pocos días al tipo le cambió la cara; lo vi sonreír, le vi los dientes amarillos, pocos y desparejos, vi cómo también le sonreían los ojos, cómo se agrandaba ante cada consulta y hasta lo vi pararse y avanzar unos pasos hasta la esquina para describir cómo había sido el choque. Lo vi, puedo atestiguarlo, feliz, como tal vez no lo haya sido antes y tal vez también, como difícilmente volvería a serlo.
Y fue entonces que me acordé de la primera vez que vi a alguien con una expresión de felicidad tan notable como la de aquel ciruja del barrio. Una tarde de un día cualquiera me encontraba tomando un café en una confitería que había por entonces en la esquina de Lavalle y Esmeralda. Era un espacio grande y la mesa que yo ocupaba se encontraba en medio del salón. A mis espaldas, como a un metro, había una columna y, fijado a ella, un teléfono público. No se por qué estaba esa tarde allí ni en qué estaría pensando, cuando vi a un muchacho que entró al bar muy apurado. Ya desde la puerta, con una rápida mirada, había barrido el salón y advertido dónde estaba el teléfono. Se dirigió rápidamente hacia él, dueño de un gesto, según deduje entonces, que estaba marcando la importancia y la urgencia de lo que pensaba hacer y decir.
Una vez en posesión del aparato que, como ya dije, estaba a mis espaldas,  oí, porque no tenía más remedio, cómo levantaba el tubo, depositaba el níquel y discaba algún un número. Y a continuación escuché, también sin proponérmelo, no sólo lo que decía sino el acento formal y cuidadoso elegido para dirigirse a su interlocutor. Porque el que había llegado hasta el fono era un muchacho desorbitado, urgido, nervioso, mientras que el que hablaba luego con una tal Lucía, era otro, un chico convencional, que trataba a esta mujer con todo respeto y delicadeza. Y tras ese cambio inesperado, como si Mr. Jekyll se hubiera convertido de golpe en el doctor Hyde, le oí decirle a la tal Lucía que ya había hecho la diligencia que le habían encomendado, que el cliente había recibido el paquete de conformidad, que le habían firmado el remito como lo exigía la empresa y no sé qué cuántos detalles más que hacían a la historia del dichoso envío.
Pero nada de esto tuvo para mí, como escucha, primero involuntario, pero luego atentísimo de su conversación, la importancia y sorpresa que tenía deparada para el final. Porque, les recuerdo, nos encontrábamos en Lavalle y Esmeralda, esto es, en pleno centro de la ciudad, en la más que famosa –entonces- calle de los cines. Sin embargo este jovencito, a punto ya de colgar, ¿qué fue lo que le dijo a su interlocutora? Esto, tan inesperado, casi diría tan asombroso, que ya no lo pude olvidar. Porque luego de haber descrito el viaje y su exitoso final ¿cómo se despidió? Pues informándole a la señorita Lucía que no lo esperasen muy pronto, que iba a tardar un buen rato en volver, porque, como dijo y repitió un par de veces,  “estoy muy lejos, en Liniers y recién salgo para allá,  Por eso calculo que, si tengo suerte y agarro un colectivo enseguida, estaré de vuelta por allí en alrededor de una hora o tal vez un poquito más”.
Se despidió con un “chau”, lo oí colgar el teléfono, emitir un suspiro de satisfacción y luego, con gran pachorra, dirigirse hasta una mesa del bar, sentarse, pedir un café con leche con medialunas de grasa y, cuando se lo sirvieron, despacharlo despaciosamente, embadurnando cada medialuna con dulce de leche antes de llevársela a la boca. Y sonriendo siempre, pero involuntariamente, porque le salía de adentro, como sólo les puede ocurrir a quienes disfrutan, aunque sea por un rato, de una felicidad plena e inigualable.
Cuando estaba cerrando esta nota, que mi editor me urgía, sonó el teléfono y le cambió el final que pensaba darle. Porque lo que me contó mi amigo, que sabía en qué me andaba yo metiendo, es que había visto morirse a una persona, hacía apenas un rato, con una cara de felicidad y una sonrisa que era de no creer. La historia habría sido así. Mi informante fue al hospital Alvarez, donde estaba internado su amigo. Pero cuando llegó encontró que el amigo ya había partido (no me dijo adónde) y que en su lugar había otro enfermo, solo, enchufado a un montón de máquinas y con cables hasta en los ojos. Respiraba mal, parecía que el aliento se le interrumpiría en cualquier momento y sin embargo sonreía y su cara trasuntaba felicidad. Entonces se acercó a él y muy quedo, le preguntó: Maestro, ¿qué le pasa? Parece que está muy mal pero igual se está riendo. Y asegura, jura y perjura, que el fulano, un ratito apenas antes de partir le respondió: Si, jefe, qué se le va a hacer. ¿Pero usted sabe lo bueno que va a ser no ver nunca más a la bruja?
No se si lo que me contó este amigo es enteramente cierto y él tampoco sabía a qué bruja se refería el occiso, si a la mujer, la suegra o a alguna enfermera atroz. Pero igual lo consigno. Sería el primer caso, al menos que yo sepa o me haya enterado, que, instantes antes partir, sonreía y mostraba el más feliz de los rostros. Para creer o reventar. 

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