Creo que cualquier fulano titubearía
si alguien le preguntara, así, de sopetón, si alguna vez vio la felicidad
verdadera en la cara de alguien. Descartando, claro está, la de los pequeños
cuando reciben algún juguetito de regalo, la de las mamás cuando arrullan a su
bebé, o la de algún tipo que, vaya a saber cómo, sale de la perrera del H
nacional con los bolsillos llenos. Por eso creo que yo tengo derecho a afirmar
y difundir las dos ocasiones (¡dos!), en las que, sin lugar a dudas, vi a tipos
a los que se les reía la cara de auténtica e inconfundible felicidad.
Comenzaré por la última. Un
buen día, en una esquina de barrio de cuyo nombre no quiero acordarme, se
instaló un ciruja, uno de tantos. Pero este, más vivo que otros, eligió el
lugar por un motivo: un balcón del primer piso del edificio lo protegía de la
lluvia. Extendió allí su colchón despanzurrado y mugroso, sus mantas no menos
comprometidas, se sentó sobre todo eso de modo de aligerar el rigor de la
vereda y se quedó allí por meses si no años. Y sobrevivió todo ese tiempo sin
un amigo, sin un perro pulguiento, sólo acompañado por una pequeñísima radio
portátil que vaya a saber cómo consiguió y que escuchaba siempre pegada al
oído, ya que andaría floja de pilas.
Pero decir que la gente del
barrio no lo tenía en cuenta, es poco. Era apenas una cosa, un detalle, una
sombra sin nombre, nadie en realidad. Ignoro
de qué viviría este tipo. Calculo que de vez en cuando recibiría una moneda de algún
transeúnte sensible y que tal vez otros le arrimarían una sobrita o un sándwich
de milanesa. Pero de trato personal, los vecinos nunca le ofrecieron nada.
Hasta que un día, muy
temprano, todo cambió, al menos por un tiempo. Porque precisamente en esa
esquina, en la esquina del ciruja, chocaron dos autos, uno de alquiler y otro
particular. ¿Testigos del accidente? Uno solo: el ciruja. Al que el choque,
siquiera por un ratito, le cambió la vida. Porque no sólo los policías debieron
dirigirse a él para preguntarle cómo había ocurrido la cosa, sino que ese mismo
vecindario, que lo ignoraba por su condición de miserable habitante de la
calle, que jamás le dirigía la palabra ni se acercaba a menos de un par de
metros de él, porque presumía que hedía a zorrino (lo que tal vez fuera
cierto), de pronto cambió de actitud. Y no sólo reconoció su oscura existencia,
sino que muchos se acercaron a preguntarle cosas como: Che, ¿qué pasó? ¿Andaban
muy fuerte? ¿Es cierto que al pasajero del taxi le dio un bobazo? ¿La
ambulancia, tardó o vino enseguida?
No habrán sido más de dos o
tres días de protagonismo; después el caso pasó al olvido y ya nadie volvió a
ocuparse del ciruja. Pero lo digo con fundamentos, porque yo mismo lo vi:
durante esos pocos días al tipo le cambió la cara; lo vi sonreír, le vi los dientes
amarillos, pocos y desparejos, vi cómo también le sonreían los ojos, cómo se
agrandaba ante cada consulta y hasta lo vi pararse y avanzar unos pasos hasta
la esquina para describir cómo había sido el choque. Lo vi, puedo atestiguarlo,
feliz, como tal vez no lo haya sido antes y tal vez también, como difícilmente
volvería a serlo.
Y fue entonces que me acordé
de la primera vez que vi a alguien con una expresión de felicidad tan notable
como la de aquel ciruja del barrio. Una tarde de un día cualquiera me
encontraba tomando un café en una confitería que había por entonces en la
esquina de Lavalle y Esmeralda. Era un espacio grande y la mesa que yo ocupaba
se encontraba en medio del salón. A mis espaldas, como a un metro, había una
columna y, fijado a ella, un teléfono público. No se por qué estaba esa tarde
allí ni en qué estaría pensando, cuando vi a un muchacho que entró al bar muy
apurado. Ya desde la puerta, con una rápida mirada, había barrido el salón y
advertido dónde estaba el teléfono. Se dirigió rápidamente hacia él, dueño de
un gesto, según deduje entonces, que estaba marcando la importancia y la
urgencia de lo que pensaba hacer y decir.
Una vez en posesión del
aparato que, como ya dije, estaba a mis espaldas, oí, porque no tenía más remedio, cómo
levantaba el tubo, depositaba el níquel y discaba algún un número. Y a
continuación escuché, también sin proponérmelo, no sólo lo que decía sino el
acento formal y cuidadoso elegido para dirigirse a su interlocutor. Porque el
que había llegado hasta el fono era un muchacho desorbitado, urgido, nervioso,
mientras que el que hablaba luego con una tal Lucía, era otro, un chico
convencional, que trataba a esta mujer con todo respeto y delicadeza. Y tras
ese cambio inesperado, como si Mr. Jekyll se hubiera convertido de golpe en el
doctor Hyde, le oí decirle a la tal Lucía que ya había hecho la diligencia que
le habían encomendado, que el cliente había recibido el paquete de conformidad,
que le habían firmado el remito como lo exigía la empresa y no sé qué cuántos detalles
más que hacían a la historia del dichoso envío.
Pero nada de esto tuvo para mí,
como escucha, primero involuntario, pero luego atentísimo de su conversación,
la importancia y sorpresa que tenía deparada para el final. Porque, les
recuerdo, nos encontrábamos en Lavalle y Esmeralda, esto es, en pleno centro de
la ciudad, en la más que famosa –entonces- calle de los cines. Sin embargo este
jovencito, a punto ya de colgar, ¿qué fue lo que le dijo a su interlocutora? Esto,
tan inesperado, casi diría tan asombroso, que ya no lo pude olvidar. Porque
luego de haber descrito el viaje y su exitoso final ¿cómo se despidió? Pues
informándole a la señorita Lucía que no lo esperasen muy pronto, que iba a
tardar un buen rato en volver, porque, como dijo y repitió un par de veces, “estoy muy lejos, en Liniers y recién salgo
para allá, Por eso calculo que, si tengo
suerte y agarro un colectivo enseguida, estaré de vuelta por allí en alrededor
de una hora o tal vez un poquito más”.
Se despidió con un “chau”, lo
oí colgar el teléfono, emitir un suspiro de satisfacción y luego, con gran
pachorra, dirigirse hasta una mesa del bar, sentarse, pedir un café con leche
con medialunas de grasa y, cuando se lo sirvieron, despacharlo despaciosamente,
embadurnando cada medialuna con dulce de leche antes de llevársela a la boca. Y
sonriendo siempre, pero involuntariamente, porque le salía de adentro, como
sólo les puede ocurrir a quienes disfrutan, aunque sea por un rato, de una
felicidad plena e inigualable.
Cuando estaba cerrando esta
nota, que mi editor me urgía, sonó el teléfono y le cambió el final que pensaba
darle. Porque lo que me contó mi amigo, que sabía en qué me andaba yo metiendo,
es que había visto morirse a una persona, hacía apenas un rato, con una cara de
felicidad y una sonrisa que era de no creer. La historia habría sido así. Mi
informante fue al hospital Alvarez, donde estaba internado su amigo. Pero
cuando llegó encontró que el amigo ya había partido (no me dijo adónde) y que
en su lugar había otro enfermo, solo, enchufado a un montón de máquinas y con
cables hasta en los ojos. Respiraba mal, parecía que el aliento se le
interrumpiría en cualquier momento y sin embargo sonreía y su cara trasuntaba
felicidad. Entonces se acercó a él y muy quedo, le preguntó: Maestro, ¿qué le
pasa? Parece que está muy mal pero igual se está riendo. Y asegura, jura y
perjura, que el fulano, un ratito apenas antes de partir le respondió: Si, jefe,
qué se le va a hacer. ¿Pero usted sabe lo bueno que va a ser no ver nunca más a
la bruja?
No se si lo que me contó este
amigo es enteramente cierto y él tampoco sabía a qué bruja se refería el
occiso, si a la mujer, la suegra o a alguna enfermera atroz. Pero igual lo
consigno. Sería el primer caso, al menos que yo sepa o me haya enterado, que,
instantes antes partir, sonreía y mostraba el más feliz de los rostros. Para
creer o reventar.
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