TASCA LA MARAVILLA
La acción transcurre en una tasca madrileña llamada La Maravilla. Así lo
indica un cartel de luces de neón verdes, situado a la entrada del local, a la
izquierda de la escena. En el salón hay un mostrador, estanterías con botellas,
espejos, grifos para tirar cerveza, un tipo atendiendo todo eso y un par de
mozos moviéndose al ritmo de los pedidos. En el salón varias mesas con cuatro o
cinco sillas alrededor.
Al levantarse el telón todas las mesas, menos dos, están ocupadas. En
el lugar hay mucho bullicio y animación. Desde la calle entran Antonio, José,
Consuelo y Maruja, a las risotadas, ocupan una mesa y de inmediato piden a los
gritos cerveza y tapas para los cuatro. Antonio y José han conocido a las
chicas, que no son más que dos golfas, ese mismo día y han pasado la tarde con ellas
follando. Ahora hablan de recuperar
fuerzas, de lo bien que la han pasado y de que no les vayan a cobrar, que ellas
han gozado tanto o más que ellos. Las mujeres responden igual, jaraneando,
mientras beben sus cervezas a grandes sorbos.
Antonio pregunta a las mujeres: “¿Y vosotras qué hacéis? Aparte de
hacer la calle, claro”. Las chicas se miran entre ellas y se ríen. Al fin
Consuelo dice: “Esta -por Maruja- dice que canta en un tablao, pero igual fuera
que rebuznara”. “Y esta -responde a su vez Maruja señalando a Consuelo- en ese
mismo tablao, ¿a que no sabéis qué hace? Pues tira las cartas a los infelices
turistas y también les lee las manos. Pero sin saber ni jota. Que la ayudan sus
ojos y su color de gitanilla”. “¿Así que lees las manos? Eres quiromántica
entonces. A ver qué te cuentan las mías” -dice Antonio poniéndolas sobre la
mesa. “Pero calla -lo rechaza Consuelo- ¿no te ha dicho Maruja que lo hago sólo
con turistas tontos?”
En ese momento ingresan a La Maravilla tres hombres y una mujer. Son cuatro
cronistas de cine argentinos, Ayelén, Jorge, Ezequiel y Héctor, que asisten en
Madrid a un festival de films latinoamericanos. Piden vino y tapas y charlan
amenamente entre ellos de lo que han estado viendo.
Antonio, no bien los ve venir, deduce: “Estos son sudacas”. Y tras
poner atención en lo que dicen, agrega:
“Y argentinos”. “Vaya -comenta Maruja-. Madrid está lleno de ellos”. Pero a
Antonio se le acaba de ocurrir algo. Y dirigiéndose con grandes gestos al mozo,
le grita: “Las primeras cuatro copas para los amigos de la mesa de al lado, van
por mi cuenta”. Con lo que logra que reparen en él, agradezcan y se cambien
bromas. “Nada, nada -dice Antonio levantando su copa- ¡por los argentinos! ¡Y
por Cecilia Roth, que es tan guapa! ¿Habéis venido a por el festival, no?” Y
brinda con ellos.
Pero luego, nuevamente en su mesa, Antonio, esta vez en voz baja, le
dice a Consuelo: “¿Sabes lo que tienes que hacer?” Y como ella niega moviendo
la cabeza, Antonio le explica casi en secreto: “Tonta, son turistas. Vamos a
divertirnos un poco”. Y antes de que atine a responder, se dirige a los
argentinos: “Pues sepan que están de suerte. Hoy tenemos en nuestra mesa a la
pitonisa más famosa de Granada. Ven, Consuelo, que les dirás a nuestros amigos
argentinos lo bien que les va a ir en Madrid y en la vida”.
Consuelo se levanta haciéndole caras a Maruja de que Antonio es un
pesado y luego, con su sonrisa más seductora, se dirige a la mesa de al lado.
Antonio la alienta diciéndole cosas tales como “ya van a ver, muéstrenles las
palmas que ella les va a decir todo; a no tener miedo, ¡vamos!”. Aunque de vez
en vez se da vuelta para disimular la risa que le da esta situación. Consuelo
coge primero la palma izquierda de Ayelén y dice lo de siempre: que vivirá
muchos años, que será muy feliz, que se casará. “Pero si ya soy casada”, la
interrumpe entre risas la argentina. “Pues entonces te casarás otra vez”
-sentencia la falsa gitana y sigue adelante. Luego pasa a Ezequiel, con el que
repite sus profecías entre bromas y luego a Jorge. Hasta que finalmente, cuando
su repertorio parece agotado y nadie la toma en serio, le llega el turno a
Héctor. Sostiene su mano izquierda entre las suyas, pero esta vez, al detenerse
a examinarla, pasa sus dedos una y otra vez sobre las líneas de la palma y
queda como suspendida. Repite la maniobra, como si no se convenciera, siempre
en silencio y por fin levanta la cabeza para mirarlo fijamente a los ojos
durante unos instantes. De repente se arrodilla sin abandonar la mano, se la
besa y luego le dice casi llorando: “Me arrepiento de la vida que llevo. Por
favor, dame tu perdón”.
El estupor inunda al grupo, hasta que Antonio reacciona con una risa
nerviosa: “¿Pero qué? -le dice- ¿Acaso vas a hacerle una fellatio?” Héctor sólo
se sonríe, como si Consuelo no lo hubiera tomado de sorpresa.. Le pone una mano
en la cabeza y luego la ayuda a levantarse. “Calmate, nena, calmate. Has estado
muy bien. Levantate, no sigas así. Ya está, ya pasó ¿entendés?"
La situación se ha puesto incómoda. Consuelo no parece reaccionar y los
argentinos, salvo Héctor, que permanece sereno, no saben si tomarse la escena
en broma o en serio. Finalmente se acercan a ella, la abrazan y la besan,
intercambian frases de circunstancias con los españoles, todos aseguran que se ha tratado de una gran idea,
que Consuelo es fantástica y que esperan verlos a todos ellos pronto en Buenos
Aires, donde van a poder aprender a bailar tango, que está tan de moda en todo
el mundo. Y convencidos de que la situación no da para más, se saludan y cada
grupo vuelve a su mesa.
Una vez sentados Antonio, tratando de que los argentinos no lo
adviertan, muerto de risa, le toma las manos a Consuelo y la felicita:
“Estuviste magnífica -le dice-. Los has dejado estupefactos. Ese gilipollas de
Héctor te aseguro que esta noche no duerme con lo que le hiciste. Si se ha de
creer un santón, el pobre”. Pero Consuelo no lo escucha. Se deshace de sus
manos, se levanta y con pasos de sonámbula se dirige a la mesa de los argentinos,
que la ven llegar asombrados. Ella va directamente hasta donde está sentado
Héctor. Se inclina hacia él y aunque le habla al oído en voz baja, se oye con
claridad que le dice: “Guíame”. El no manifiesta sorpresa, pero tampoco
reacciona de inmediato. Se limpia la boca con una servilleta de papel, extrae
unos euros de su billetera para pagar su consumición, los deja sobre la mesa y
luego, sin decir palabra, se dirige hacia la puerta seguido por ella, que va
con la cabeza gacha y los brazos cruzados sobre el pecho. Argentinos y
españoles se miran sin entender lo que ha pasado. “Se habrán ido a follar” -sugiere Antonio.
“No parece” -responde dudosa Ayelén. “¡Recuerda que esta noche nos encontramos
con Pepe Sacristán!” -le grita Jorge, sin conseguir que Héctor, que sigue su
camino sin detenerse, con Consuelo a sus espaldas, dé muestras de haberlo
escuchado. Por lo que, tras el mutis de la pareja, los seis, como movidos por idéntica inquietud, se dirigen a la puerta.
Ezequiel, el primero en llegar, mira a izquierda y derecha. “Desaparecieron, se
esfumaron” -comenta sorprendido. “¿Tu entiendes lo que ha pasado?” -le pregunta
José. “Son cosas de la ficción, nada más que eso” -dice convencida Ayelén.
Los seis regresan al salón, en el que sigue el más indiferente de los
alborotos. Con los parroquianos riendo y ordenando tapas y cervezas y los mozos
yendo de aquí para allá, con sus bandejas. Los argentinos se sientan a su mesa
y otro tanto hacen los españoles en la
suya, pero ahora todos en absoluto silencio.
Cae el telón.
Los espectadores rompen en aplausos. El telón vuelve a levantarse, pero
el escenario permanece vacío más tiempo que el corriente, como si los
personajes dudaran en reaparecer. Por fin lo hacen, para cumplir con el rito de
agradecer al distinguido público con una reverencia. Pero sólo seis se hacen
presentes: Antonio, José, Maruja, Ayelén, Jorge y Ezequiel. Esto causa
desconcierto entre los asistentes, que advirtiendo las dos ausencias, reiteran
los aplausos, pero agregan reclamos a viva voz para que Consuelo y Héctor
también se acerquen a saludar. Entonces bajan el telón y luego, casi de
inmediato, lo suben otra vez. Pero es en vano: sólo reaparecen para saludar al
distinguido público los mismos seis de la vez anterior. Consuelo y Héctor, a pesar
de los reclamos, no han vuelto. Los espectadores, disgustados y ya sin
esperanzas, no aguardan siquiera que el telón termine de bajar para retirarse.
Unos lo hacen en silencio; otros, confundidos. “¿Pero qué ha pasado con esos
dos?”, se preguntan algunos. Después, alguien dijo haberlos visto, pero no
juntos, por la calle Corrientes. Y otros, transcurridos varios meses, de vuelta
de un viaje por Oriente, creyeron
reconocerlos en una pareja con la que se cruzaron durante un paseo por
Katmandú. La obra, Tasca La Maravilla , no volvió a
ser puesta en escena.
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