viernes, 16 de enero de 2015

LA CINCUENTA Y SIETE

 LA CINCUENTA Y SIETE 

(Ya va siendo hora de que también conozcan a mi hermano Sergio (1925-2014). Era médico y escribía. Acá va una de sus historias, que parece tener mucho de autobiográfica). Ortiz rió estrepitosamente. -No te rías como un histérico –dijo Carlini. -No es histeria, es espontaneidad –replicó Ortiz. Estaban sentados alrededor de la mesa, discutiendo el caso de “la 57” con el Jefe y su amigo, el rusito Gelberg. -Bueno, cálmense- dijo el Jefe-. Lo primero que tenemos que hacer es saber si la vieja es o no, quirúrgica; después hablaremos de la técnica y de la oportunidad. -Que es quirúrgica, no hay ninguna duda –dijo Ortiz y los otros asintieron. -¿Pero, operarla?...-preguntó Gelberg. Y se contestó con su poderosa voz de barricada: -Hace treinta días que está acá, tirada en la cama… -Sí, ya sé. –Ortiz se movió, medio se levantó-. Yo no digo que no haya riesgo; sí que lo hay, pero tenemos que afrontarlo… -Con la vida ajena… -intercaló Carlini, despacito. -Te diré una cosa –replicó Ortiz- si fuera mi madre, haría que la operaran. -Pero es que vos sos medio loquito. –Carlini se levantó, sonriendo con sorna. El Jefe, colorado, gordo, frunció el ceño. -Yo también pienso que si usted la operara, la mata de una peritonitis. –Se levantó él también-. Vamos a ocuparnos un poco del Consultorio Externo. -Vamos. –Gelberg hizo hacia Ortiz un signo con las cejas y, cuando los otros se fueron, agregó: -A estos dos, no creo que los convenzas nunca… Al volver a casa, guiando nerviosamente su “monstruito verde”, a Ortiz le daba vueltas una y otra vez al problema. Y, abstraído, casi le saca un guardabarros al coche de un señor que lo miró con ojos feroces. –¿Por qué será que siempre me tocan jefes así? Desde que vino la Gorda a la Sala, les insisto a todos y a cada uno que hay que operarla. Y nada, vacilan, vacilan y vamos a perder el tren. Aceleró con rabia. –Este coche podrido no pica nada. ¿Por qué estaré rodeado de tarados?  El viento le llevó polvo a los ojos. -¡Maldición! Entró el coche al garaje, le hizo una mueca al encargado y subió la escalera de los departamentos. Su mujer había salido. Tal vez pensó ella que no llegaría hasta después de las 11 y se demoró en las compras. Ortiz buscó el diario, se sentó en la cocina, las noticias del mundo le llenaron los ojos, pero no lo llevaron muy lejos. La Gorda le bailoteaba entre líneas, los compañeros de la Sala le hacían gestos de duda… Tiró el diario, fue al living, miró la pared blanca del vecino, se sentó, se levantó… Al fin escuchó la llave en la cerradura y Juanita entró con algunos paquetes en la red de nylon. -Hola, ¿hace mucho que llegaste? –lo besó-. Tenés que esperar, ya pongo los fideos. Dinámica, se deslizó con los patines por el living y entró luego en la cocina. Ortiz la siguió para escuchar las incidencias del día y le hizo preguntas adecuadas para mantener la conversación. Pero no sirvió. –Soy un tarado –se dijo-. ¿Para qué preocuparme? Yo no soy el que decido, que se vayan todos al diablo. Al otro día llegó temprano a la Sala. La secretaria, sentada frente a su escritorio, conversaba con uno de los mediquitos de la nueva ola; le contestaron apenas el saludo y siguieron con lo suyo. Dio una vuelta por entre las camas: no había novedades; a la Gorda apenas la miró, pasó por el Consultorio Externo y atendió un rato; una enferma le pidió la dirección de su consultorio y él le contestó: -La Sala, aquí nomás –pero sonrió halagado. La mujer insistía. –Usted va bien, no necesita verme más, ande con las vendas un par de semanas y después las tira… Se hicieron las 9 de la mañana. El Jefe y otros médicos habían comenzado la recorrida. Ortiz se plegó a ellos por la mitad, cuando cabildeaban en torno a la Gorda. No dijo nada al principio, pero al fin no aguantó más y repitió toda su argumentación ante todos los que quisieron escucharlo; se puso cada vez más nervioso; los otros asentían o disentían, con poco interés. Pasó la revista, cada cual se fue a lo suyo. Los viejos a tomar café y hablar de política… Antes de irse fue a ver la lista de operaciones para el día siguiente. El Jefe estaba en uno de los sillones, con gesto preocupado. -¡Cómo! –se admiró Ortiz-. ¿No la pone a la “57”? -Mire, doctor –le contestó el otro- ¿quiere jugar cincuenta mil pesos a que si la opera, la mata? -Pero doctor, no vamos a jugar con la vida de los enfermos… El Jefe agregaba leña, discutieron, el Gordo estaba cada vez más rojo, intervinieron los otros… El patrón se fue- Moroni, uno de los viejos, le dijo: -Pero che, ¿no sabés que el Jefe tuvo una opresión precordial esta mañana y se hizo un electrocardiograma? -Uh –hizo Ortiz- no sabía nada. ¿Y qué resultado dio? Moroni hizo un gesto con la cabeza. –Clavado que tiene una isquemia, pero como el patrón de eso no entiende… No se si lo convenceremos para que haga un poco de reposo. Al día siguiente Ortiz se enteró por la secretaria: el Jefe no vendría al menos por una semana; Ovando se encargaría. Lo fue a ver y, en cuanto pudo, le llenó la cabeza de argumentos, hasta que el otro se lo sacó de encima diciéndole que pidiera nuevos análisis y radiografías. Al fin, una semana más tarde, Ovando reunió a los médicos y replanteó la cuestión.  -Yo ejerzo la jefatura por poco tiempo y, como no se me subieron los pajaritos a la cabeza, quiero que opinemos todos sobre el caso de “la 57”. Carlini se opuso a la operación; Míguez y Julián, los dos más técnicos de la Sala, apoyaron a Ortiz. Él resumió: -Puede morir de insuficiencia cardiorrespiratoria durante o poco después de la operación, pero dejarla tirada, dejando que se consuma… A las 11 Ovando hizo la lista para el martes, puso a Ortiz de cirujano y él mismo se colocó de ayudante. Al abandonar la Sala Ortiz se encontró con la hija de la Gorda, que le sonrió tímidamente; él le explicó el caso lo mejor que pudo; ella asentía. Le dijo: -Doctor, yo tengo confianza en usted. -Y también en Dios –terminó Ortiz. Hacía 10 días que no dormía a gusto, pero esa noche dio tantas vueltas, que al fin Juanita le dijo algunas inconveniencias y pelearon un poco. A las 6, ya estaba de pie; llegó más temprano que nunca al hospital; hizo varios chistes con el personal de la sala de operaciones; fue, volvió, se impacientó esperando al anestesista, hizo venir a la enfermera, le disecó una vena a la enferma para que comenzaran a pasarle sangre y tener seguridad, por si las cosas se ponían feas… Poco después llegó el resto del equipo. Ortiz reía, nerviosamente; se lavaron, se vistieron, la operación comenzó. A las 10, la Gorda estaba medio azul. El anestesista sugirió que se apuraran, pero habían llegado a un punto desde el que no podían retroceder. A las once y cuarto terminaron; la enferma respiraba mal; aspiraron secreciones, vino el cardiólogo, casi todos opinaron, acordaron una traqueotomía. A Ortiz le dolían los pies, el lumbago le molestaba; abrió la tráquea, colocó la cánula, oxígeno, más oxígeno. ¿Y si le hiciéramos esto? ¿Y lo otro? La Gorda estaba mal. Ortiz se desvistió, fue a la sala de espera, un hermano de la enferma le preguntó. El, con voz medio estrangulada, le explicó que el shock…  que había que esperar… Fue a la sala de médicos, fumó un cigarrillo, volvió al quirófano: la enferma seguía azul… Se hizo la una de la tarde, ya no había qué hacer. Todos estaban cansados. Decidieron llevar a la paciente a la cama. Diez minutos después, fallecía. Dejaron entrar a los parientes, pero la hija no entró. Lloraba, gritaba: -Yo creía que el doctor Ortiz la iba a salvar, yo tenía confianza… Ortiz se fue, despacio, a buscar su coche. Uno de los hijos lo llamó, lo alcanzó, le dijo que ellos no querían que le hicieran la autopsia; le dio la mano, le dijo que él entendía que habían hecho todo lo posible… Ortiz lo miraba sin ver. Se fue con las manos en los bolsillos… Esa noche durmió nueve horas de un tirón. Otros problemas vinieron, se resolvieron de una u otra manera… Pero, algunos meses después, comentando casos “bravos”, su amigo Gelberg le preguntó: ¿Te acordás cuando mataste a la 57? 

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