martes, 27 de enero de 2015

LARGAS, FINAS, NACARADAS

 Circo criollo  LARGAS, FINAS, NACARADAS  Confieso que fui uno de los millones de argentinos que el lunes 26 de enero asistió, embelesado, a la larga alocución de la señora Presidenta (una hora casi exacta), por la cadena nacional. Y confieso también que si alguien me preguntara acerca de lo que dijo, debería confesar que no recuerdo ni una palabra. Y esto no se debió a problemas técnicos o a que yo estuviera distraído, tal vez prestando atención a alguna otra cosa o persona. En absoluto. La transmisión fue maravillosa, como siempre (lo que incluye a la señora que traduce las palabras de la Presidenta a los sordomudos), a pesar de lo cual no puedo recordar qué fue lo que dijo ni, mucho menos, para qué recurrió a la cadena. Lo que pasó (y sólo ahora lo entiendo) es que quedé deslumbrado, no por la alocución, que sin duda fue magnífica, sino por un detalle extraordinario de su presencia en la pantalla. No esta vez su atuendo (de blanco inmaculado y que destacaba su figura, aún sentada en la silla de ruedas); tampoco el color de su pelo, negro como la noche, ni su peinado, o el arreglo de sus ojos o la expresión tan carnal y atractiva de su boca; no, nada de eso. Lo que me hizo perder el hilo y los detalles, seguramente sabrosos, de su mensaje a los argentinos, fue algo que me dejó embelesado y seguramente no sólo a mí.  Me refiero, aunque quienes estuvieron esa hora de su vida frente a la TV para beber las palabras de la Señora ya lo habrán adivinado, a sus uñas. Porque no se trataba de unas uñas cualquiera, coloreadas o no, limpias o sucias, largas o cortas; no, esas diez uñas de esos diez magníficos dedos, habían sido trabajadas por un verdadero artista (del que lamentablemente la Señora olvidó dar el nombre); estaban todas perfectas, nacaradas, largas, agudas, con el brillo que da el lustre de un profesional. Y ella movía las manos o las dejaba quietas sobre su regazo o tomaba un papel y las uñas refulgían como un faro en la oscuridad, hasta el punto (y ese es precisamente mi caso), de superar la atracción que ejercía su discurso y eso, a todo lo largo de la transmisión. Por lo que, nuevamente lo confieso, no puedo juzgar lo que dijo, ya que esas uñas agudas, delicadas, perfectas, que asomaban de sus manos y que superaban todo lo que pudiera decir, conforme fueran de aquí para allá, me lo impidió. Creo, no obstante, que dadas las circunstancias espantosas bajo las que habló, habrá dicho lo que todo el mundo esperaba que dijera. Esto es, habrá dado sus sentidas condolencias, en nombre propio y de su gobierno, que no supo protegerlo, a la familia del fiscal Nisman, habrá prometido castigar a los culpables, le habrá dado el olivo al increíble colaborador de su gobierno que andaba de parranda con los iraníes y habrá prometido –por fin- que habrá de tomarse en serio el caso aún irresuelto de la AMIA, para hacerles pagar a los culpables, con cárcel y cadenas, sus horribles fechorías. Pero nuevamente me disculpo. La vi pero no la escuché. A lo largo de toda esa hora del domingo y a pesar de que por los canales no sujetos a la cadena oficial pasaban futbol y que, haciendo zapping,  acaso sorprendiera a Gardel en “El día que me quieras”, me quedé, firme como verruga en la pera o como rulo de estatua, admirando, durante una hora completa, sin interrupción alguna, esas magníficas uñas, trabajadas indudablemente por un artista que acaso cobre en dólares o en euros. Las que tal vez, lo admito, no sean las uñas de una trabajadora, de una señora que amasa los ravioles ni que le cambia los pañales al nieto, pero si de una Presidenta. O, para hilar aún más fino, de una Presidenta de los argentinos en momentos tan magníficos como los que nos toca vivir. Cuando terminó la alocución de la Señora fui al Margot, donde me estaba esperando el reo. “¿La viste?” –fue lo primero que le pregunté. “SI –me respondió-. “¿Y le viste las uñas? ¿Magníficas, no?” “Te confieso –me respondió entonces el reo con un hilo casi de voz- que yo siempre quise tener las uñas largas, pero nunca pude”. “¿Por qué?” – le pregunté. “Y por qué va a ser –me respondió el reo-. Me las comía. Te digo más –mintió, porque siempre lo conocí más bien gordito- a veces, era lo único que tenía para morfar”.    

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