La
conjura
En pijama y
chancletas, despeinado, barbudo. Así estaba la primera vez que lo vi, una
mañana, en la puerta de la casa de al lado, la casa del médico. Se desperezó y
dudó un poco; al fin recogió el tacho de basura que estaba junto al cordón de
la vereda y se metió adentro silbando. Me quedé mirando al nuevo vecino pues
llamaba la atención en él, más que la mala traza y aún más que su horrible
fealdad, cierto gesto despectivo, arrogante, cierta suciedad de su mirada, que
jamás se le caía de la cara. Como si nada fuera bueno para él y como si ese
fuera un sentimiento que le partiera de muy adentro, para fluir al exterior
atravesando una epidermis roñosa.
Su silbido
merece ser tratado aparte. Cuando lo escuché aquella mañana me hizo estremecer.
Era un ruido chirriante que no imitaba ni buscaba ninguna melodía y que lanzaba
sin porqué, ni alegría ni pena, pero que siempre lo tenía ahí, entre los labios
fruncidos.
Mi madre,
que nunca sale para nada de casa y apenas si se asoma al balcón –y esto durante
el verano y al atardecer- lo sabía todo. La viuda del médico ya estaba
acompañada por su sobrino y su familia, con lo que se terminaba su aislamiento.
En los últimos años de la vida del doctor no se admitieron más allí ni visitas
ni pacientes. El corazón y los nervios del paciente imponían allí el silencio y
la oscuridad. Y murió cuando un repartidor de leche voceó estentóreamente su
mercadería en el zaguán de la casa.
Al quedar la
viuda sola en el caserón, poco a poco se fue abriendo a algunos parientes y
vecinos, hasta que apareció el del silbido. Con el pretexto de acompañarla le
fue dejando un día a su suegra, otro a su mujer y a los chicos y al final todos
se quedaron allí, a vivir con ella.
-Son también
de Caballito –completó mi madre sin dejar de desmadejar el ovillo de lana- pero
del lado sur.
Los métodos
que emplea mi madre para saberlo todo sin moverse de casa, jamás podré
conocerlos, pero la seguridad natural con que se expresa jamás deja dudas.
La segunda
vez que vi y oí a este hombre yo estaba sobre la medianera, abrazado al tanque
y tratando de determinar por qué el agua no llegaba hasta allí. Sentí unos
gritos: él (si, qué otro), con diabólica minuciosidad, en medio del patio,
aporreaba a su mujer. Si la tenía de frente, cachetadas en la cara; si le daba
la espalda, puntapiés en el trasero; si se caía, golpes en las costillas. La
suegra lo miraba atónita y los chicos aterrorizados.
Cuando
terminó de golpearla se asentó el pelo grasiento y mientras se introducía en
una habitación alcancé a oír que dijo, sin mayor emoción en la voz: -Y otra vez
no te me vistas así ni me tardés dos horas para ir al súper.
Al rato
nomás, ya estaba oyendo de nuevo su silbido.
Desde
entonces me preocupé por el destino de la viuda del médico. La imaginé
secuestrada por aquel rufián y fueron varias las veces que, con un pretexto u
otro, me encaramé al techo de casa para tratar de confirmar mis sospechas.
Pero fue
otra vez mi madre, al cabo de no sé cuántas trepadas infructuosas, la que me
dijo que la pobre mujer no salía de su cuarto, apenas si se levantaba de la
cama y dependía para todo de esta gente.
-¿Entonces
–pregunté- la tienen secuestrada?
Mi madre
detuvo el andar de su mecedora, dudó un poco –tal vez consultara a sus
informantes ocultos y finalmente me dijo: enferma, tal vez próxima a morir.
Una
madrugada, a las dos o a las tres, escuchamos el teléfono. Lo atendí casi
dormido y alcancé a percibir un hilo de voz, que se individualizaba como de la
vecina, esto es, la viuda del médico, y que reclamaba ayuda. Un abogado, la
policía, decía la voz, porque tenía la sospecha de que la estaban envenenando.
Sólo eso y después cortó.
Al día
siguiente consulté a mi padre. No te metás, me dijo. La vieja puede estar loca
o tal vez no fue ella la que llamó y se trata de una broma. O, si fuera verdad,
te metés y es para peor.
El consejo
paterno me pareció muy racional, pero no me agradó. Y todavía menos cuando a la
madrugada siguiente el llamado se repitió y así siguió a lo largo de la semana.
Consulté
entonces a un abogado amigo y me indicó el único camino posible: hacer la
denuncia a la policía. Cuando me padre se enteró quiso echarme de casa, pero ya
estaba hecho. Un tarde vimos cómo el patrullero de la 11ª se detenía frente a
la puerta vecina, bajaban del auto dos policías y llamaban tocando el timbre y
dando palmadas. Abrió el monstruo, hubo un breve cabildeo y al fin entraron los
tres a la casa. Al rato –un rato interminable y lleno de suspenso- se abrió la
puerta, salieron todos, hubo sonrisas, evidentes disculpas de las fuerzas del
orden y al fin el auto y los policías se marcharon. El monstruo levantó
levemente la mano para despedirlos y luego, mientras emitía un chirrido, lanzó
una significativa mirada hacia nuestra casa.
Nos
encerramos con miedo, esperando lo peor. A la madrugada me desperté
aterrorizado. El teléfono nos estaba llamando. La misma voz, débil, lejana, que
imploraba ayuda. –Pero si le mandé la policía –le dije y me contestó: Si, pero
estaban todos y tuve miedo. Por favor…
Ocurrió que
el vecino había interceptado a mi padre al llegar a casa. Y poniéndole delante
su facha horrorosa, le recordó con sin igual procacidad a su madre, a su mujer
y, sobre todo, a su hijo; le prometió golpearlo en cualquier momento y lo
amenazó por último con matarlo si volvía a hacer una denuncia a la policía.
Mi primer
impulso fue correr hasta lo del vecino y pegarle cuatro tiros. Pero no fue sólo
el sano consejo de mi padre, ya calmado, al que se sumó el ruego de mi madre,
lo que me detuvo, sino la ausencia total de armas en casa, tan inocente era
nuestra existencia por entonces.
-Olvidate
–dijo mi padre y me ofreció vino y queso.
-Olviden
–aconsejó también mi madre, mientras servía papas fritas en los platos.
Desde
entonces me aposté hasta tres y hasta cuatro veces por día sobre el techo de
casa, para observar la vida en la casa vecina. No sé aún qué pretendía. Pero al
tiempo tuve un dulce objetivo: deleitarme mirando a la mujer del monstruo
pasearse por el patio en paños muy menores, salir del baño todavía secándose y
cambiarse de ropa con la puerta del dormitorio abierta.
Pero también
observaba a los demás miembros de la casa. Toda la tarea del monstruo en ella
parecía limitarse al recorrido interminable y moroso del patio, las piezas y la
cocina. Era como esos gatos a los que nunca les resulta suficientemente cómodo
el lugar en que se encuentran e iba de un sillón a otro, mascaba pan, tomaba
mate, insultaba al que pasaba en ese momento por donde él estaba –con un
insulto corto, seco- o le daba un manotazo en las nalgas a la mujer, que ésta
recibía con indiferencia. Intuí lo que significaba todo eso: él, simplemente,
estaba esperando, vivía en esa actitud, aguaitando un desenlace del que estaba
seguro, que le pertenecía, pero que se demoraba tal vez más de lo que sus
nervios lo permitían.
Y conocí a
la suegra, infeliz, achicada, yendo también de aquí para allá, llevando esto o
aquello, tendiendo ropa, lavando el patio. Pero a horas fijas, que a veces el
yerno le recordaba de mal modo, iba a la cocina y volvía de allí con un vaso de
agua en una mano y un pequeño sobre blanco en la otra, que llevaba hasta una de
las habitaciones. Luego la veía salir, ya sin el sobre y con el vaso vacío. El
yerno la interrogaba con la mirada; ella asentía y volvía callada a sus
ocupaciones.
Si la
insatisfacción sexual era motivo importante en los adulterios de la mujer del
monstruo, no le iba en zaga su afán de que la escucharan. Hablaba en todo
momento, aún en aquellos en los que parece que las palabras están de más. Así, di
por sentado que muy pronto me iba a enterar de lo que pasaba en esa casa. Y en
ese convencimiento y aunque tuve múltiples oportunidades de hacerlo, no me di
ninguna prisa por interrogarla. Lo que pasaba, debo admitirlo, es que aquella
mujer como amante representaba algo así como la enciclopedia del amor y temí
que, sabida la verdad, no tuviese ya pretextos para seguir saliendo con ella.
Pero como el
tiempo pasaba, mi salud y mis fondos se resentían y mi conciencia ya se
resistía a seguir siendo mi cómplice, me decidí a atacar. Elegí un momento que
me pareció propicio. Sentada a los pies de la cama, un bombón interrumpía su ya
largo y conocido monólogo, ya que no hacía más que despotricar contra su
marido. –Che –le dije entonces, aprovechando la pausa- hace mucho que no veo a
la tía de tu marido. ¿Sigue enferma, la tienen secuestrada o qué le pasa?
Ella no
demostró que la impresionara en lo más mínimo mi pregunta. Se encogió de
hombros y mientras buscaba otro bombón en la caja, me dijo simplemente que ella
tampoco la veía nunca. –Mamá y mi marido–siguió mientras le daba un mordisco al
bombón- se ocupan de ella. Yo ya tengo suficiente con los chicos, ¿no te
parece?, para cargar todavía con la vieja. Me levanto a la mañana, les hago el
desayuno, los preparo para la escuela, después me voy a hacer las compras…
Me dormí
escuchándola. Días después yo volvía a mi apostadero y ella a su amante del
mercadito chino. Entonces empecé a ocuparme de la suegra. Estuve días
aguardando la oportunidad de encontrarla sola en el patio para poder hablarle,
ya que jamás salía a la calle si no era en compañía de su familia. Esa
situación se dio, precisamente, cuando hacía uno de sus viajes diarios con el
vaso y la pastilla. La chisté una, dos, tres veces, cada vez más fuerte y con
más miedo. Al fin miró hacia arriba y reparó en mi, pero se asustó de tal
manera que se le derramó el agua. Era evidente que iba a echar a correr; quise
evitarlo, pero fui tan torpe que sólo atiné a gritarle: ¿Qué lleva allí?
¿Veneno? No tuve respuesta porque, despavorida, se perdió en una de las habitaciones.
Una vez por
mes, más o menos, el monstruo se vestía de gente, metía a toda la familia en el
viejo auto que perteneciera al doctor y los sacaba a pasear por un par de
horas. Esa era la ocasión que un tipo con agallas podía aprovechar para
deslizarse hasta la casa de al lado y develar de una vez por todas el misterio,
interrogando directamente a la supuesta víctima.
Ese hombre
con agallas no podía ser, lamentablemente, otro que yo. Y tuve que hacerlo. Al
principio las cosas marcharon bien. Me afirmé en la soga que había atado al
tanque, puse mis dos pies, bien abiertos, contra la medianera y me fui
deslizando. Pero bien pronto sentí que la cuerda me quemaba las manos y que no
podría aguantar más. Aguanté lo que pude y faltando no menos de dos metros me
dejé caer. Tuve suerte de no quebrarme una pierna, pero la consiguiente
sensación de alivio duró poco. Cuando, sentado en el patio, aprecié la
distancia que me separaba de mi divisadero, me di cuenta de que nunca más
podría subir por allí.
Con esa
certeza desagradable pesándome en el ánimo inicié mi tarea: tenté cada uno de
los picaportes de las habitaciones que daban al patio. Tras el primero que
cedió me hallé con la anciana viuda del médico.
La mujer
estaba acostada ocupando apenas un pedacito de la vieja cama matrimonial; la
cabeza, casi calva, hundida en la enorme almohada; pálida, como sólo pueden
estarlo los muertos; los ojos cerrados y un leve murmullo al respirar; las
manos, casi transparentes y muy arrugadas, sobre las sábanas blanquísimas.
El ambiente
era pulcro y sereno, dominado por el olor del alcanfor. Un velador, de pantalla
de pergamino, alumbraba levemente el rostro de la enferma y sobe la mesa de luz
había también un vaso, un frasco con pastillas y un misal. Me acerqué para ver
de qué pastillas se trataba y aunque la etiqueta denunciaba un remedio para el
corazón, me guardé una con el propósito de hacerla analizar vaya a saber dónde,
ya que no conocía a ningún farmacéutico.
Junté mi
rostro al de la anciana y la llamé. Como no diera muestras de haberme oído
repetí el llamado, ahora más fuerte. Ni parpadeó. Comencé a ponerme nervioso.
Algo me decía que debía apurar la partida y el recuerdo de que debería hacerlo
por el frente me sacaba de quicio. Primero me resistí, pero al fin debí
sacudirla hasta llegar a hacerlo vigorosamente, urgido por el miedo. Esta está
muerta en vida, concluí desconsolado y la dejé caer. La cabeza le quedó ladeada
y la boca entreabierta; parecía un pelele de trapo.
Quedé un
rato clavado allí, razonando desesperado sobre lo inútil de la aventura, cuando
un ruido, característico, oído muchas veces durante mi infancia, me aterrorizó.
Era el trepidar inconfundible del motor del auto del médico entrando al garaje.
Salí al
patio presa de pánico. Una, dos, diez veces intenté escalar la pared tomándome
de la soga y otras tantas caí al suelo sin haber logrado elevarme más de un
metro. Y cuando el ruido de pasos y de voces me indicó que ya los tenía sobre
mí, como último recurso me tiré detrás de una maceta y allí aguardé, hecho una
pelota, los ojos cerrados y los brazos sobre la cabeza, resignado a que
ocurriera la voluntad de Dios.
Lo sentí
recorrer el patio, entrar a las habitaciones, encender las luces, charlar,
abrir una canilla; oí también su silbido, el silbido del monstruo, sin emoción,
irritante y el parlotear mejicano de la TV, aparentemente encendida por los
chicos; el tarareo de una canción de moda por la mujer joven y el parloteo con
las ollas de la vieja.
Al fin, me
atreví a levantar la cabeza y espiar. El hombre, ya en piyama, estaba en la
puerta de una de las habitaciones mirando hacia el patio y fumando. Se adelantó
unos pasos, como si quisiera cerciorarse de algo y luego, de pronto, se metió
adentro. Adiviné lo que pasaba: había visto la soga. De un salto me incorporé, crucé
el patio como una exhalación y sin tiempo para pensarlo salí decidido a buscar
la puerta del garaje para encontrar –Dios me había oído- que estaba abierta. Un
par de segundos después, entrando ya a casa, sentí el estampido inconfundible
de un tiro.
Arrastrándome
por el techo me asomé ligeramente sobre la medianera. Allí, abajo, estaba el
monstruo mirándome sereno; empuñaba en su derecha un revólver y con su
izquierda sostenía la soga. Lo rodeaba toda la familia, asustada y mirando,
como él, hacia donde yo estaba.
-Recogela
–me ordenó. Y luego agregó, seguro: La próxima vez no te voy a errar.
Le obedecí
sin chistar y abdiqué de mis propósitos con la convicción de que sería para
siempre.
Días después
moría la viuda del médico. Solo advertimos unos pocos visitantes y las puertas
de la casa se cerraron temprano. Al día siguiente, sin más cortejo que el viejo
auto del doctor conducido por un sobrino, la anciana partió hacia el
cementerio.
En casa
apenas comentamos el hecho pero, aunque no queríamos confesarlo, nos invadía
cierta sensación de alivio.
-Lo pasado,
pisado –dijo mi padre mientras cenábamos y sin que hubiera mediado diálogo
alguno. Pero la conversación debió haber transcurrido dentro de cada uno,
porque mamá y yo asentimos sin más.
Pero no sé a
qué hora, comencé a soñar apurado. Cascabeles, matracas, sirenas, unos
monstruos horribles me los sacudían inclementes junto a los oídos. Y era en
vano tratar de espantarlos, pues volvían y hasta mi propio padre se sumó a
ellos.
-¿Pero no
sentís el teléfono? ¿Estás sordo?
No sé cuánto
tardé en distinguir la realidad del sueño: sólo sé que cuando llegué hasta el
teléfono mi madre ya lo había atendido y estaba charlando con su tono más
calmo.
-Pero si
señora –decía- no se preocupe, nosotros la ayudaremos. Vaya, vaya, duerma
nomás, tranquilícese. Vaya, vaya…
La pregunta
se imponía. Sólo que no pude hacerla sino tartamudeando de miedo: ¿Pero con
quién hablás ahora, mamá, si se ha muerto?
-¿Quién se
ha muerto? –me respondió con calma irritante.
-¿Cómo
quien? ¿Acaso no se ha muerto la que llamaba siempre a estas horas, la viuda
del médico?
-Pero si no
era ella la que llamaba. ¿No sabías que era la suegra del vecino? Con vos
hablaba a veces a la madrugada y conmigo todas las tardes. Pobre mujer, me
parece que está trastornada.
-Entonces,
mamá –pretendí aclarar definitivamente- vos sabías que no era la viuda la que
llamaba por las madrugadas.
-¿Cómo iba a
ser ella –me respondió mamá con su habitual simpleza- si estaba en tal estado
que no podía levantarse de la cama y el teléfono lo tuvieron siempre en el
vestíbulo?
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Habíamos
terminado de comer y una dulce languidez nos invadía. Mi padre, apenas
levantadas las cosas de la mesa, se había puesto a llenar de números las
páginas de un cuaderno; mamá, en la cocina, sumaba al ruido del agua y de los
platos su voz cantarina tarareando un vals, siempre el mismo vals. Los llamados
hacía rato que se habían interrumpido, empezaba una nueva primavera y mi hogar
era en ese momento la imagen de la paz al alcance del hombre. Yo entrecerraba
los ojos y sentía que me invadía un dulce vaho sensual. La vecina, a la que en
el entresueño conseguía recrear callada, se me acercaba provocativa.
-Voy a
estudiar –mentí y me dirigí subrepticio hasta el techo. La fortuna me sonrió. No habría esperado ni diez minutos cuando
ella, en transparente camisón, salió de la cocina y atravesó el patio.
Arriesgué mi cabeza por sobre la medianera con el propósito de chistarla y
proponerle otra cita, pero todo quedó en mueca: es que advertí que ella, seria,
como cumpliendo un rito, avanzaba con un vaso de agua en una mano y una
pastilla blanca en la otra.
Al rato,
febril, me hallé buscando otro sello en unos pantalones viejos: el que había
recogido de la mesa de luz de la vieja vecina. Media hora después estaba en el
laboratorio de la Facultad haciendo analizar esa pastilla. Y aunque dio como
resultado que era nomás, un remedio cardíaco, resolví, allí mismo, sin más
reflexión, investigar hasta el fin.
Comencé mi
investigación coimeando a un infeliz empleado municipal –así debía ser para
tentarse con lo poco que yo podía darle- de modo de conseguir el nombre del
médico que había extendido el certificado de defunción de mi vecina. Ese debía
ser, según mi deducción, uno de los eslabones de la organización que
seguramente lideraba mi ahora vecino, el monstruo.
Era un
médico de venéreas de Villa Urquiza. Y mientras aguardaba en la sala de espera,
fría, sola, sucia, poblada de trastos viejos y con las paredes adornadas con
viejas tapas de Para Ti, me fui poniendo nervioso. Pero cuando abrió la puerta
perdí el poco dominio que aún tenía sobre mis nervios. Allí estaba, casi tal
cual, con su cara hecha a pellizcos y mordiscones, sus ojos turbios y su gesto
arrogante, mi vecino, aunque en lugar de pijama a rayas usara un delantal
salpicado de sangre y linfa.
No me dijo
“pase”, como es corriente, sino “qué quiere”, como si nunca atendiera allí a
nadie. Balbucee la palabra “purgación” porque fue la primera que se me ocurrió
y entonces debí bajarme los pantalones delante de él, someterme a un humillante
manoseo, pasar por idiota porque no me encontró nada y finalmente pagarle para
que me dejara ir.
Mi único instante
de lucidez lo tuve al despedirme, cuando le dije: -Usted me recuerda a un amigo.
Y cité el nombre de mi vecino. Me pareció que cambiaba de color, que las
manchas violáceas se le tornaban púrpuras y que le corría un brillo maligno por
los ojos. Su reacción no me asombró: de un empujón me sacó del consultorio y
cerró de un portazo.
Por un amigo
que trabaja en el Registro de la Propiedad conseguí el nombre del escribano que
hiciera la escritura de la casa vecina y que, según yo lo presumía, debía ser
trampeada. Esta vez tomé primero una pastilla tranquilizante y así fue como
llegué casi sin nervios hasta el primer piso de la Galería Güemes. Allí, cerca
de una de las ventanas que miran al pasaje, rota y entreabierta, en el cruce de
unos pasillos por los que parece que jamás pasara una escoba, tenía su guarida
mi segundo hombre. Una oficina lúgubre, alumbrada por una única lamparita que
pendía penosamente de un cable, asilo de incontables moscas, y en la que todo
el amueblamiento eran un escritorio, dos sillas desvencijadas y un armario
torcido.
Cuando
estuve cerca de él y pude verle la cara mi corazón brincó, pero de gozo. Era
horrible, tenía los estigmas familiares, el rostro absurdamente asimétrico y
los dientes grandes y separados; su aliento hedía y de su nariz, llena de
protuberancias, salían matas de pelos largos y negros.
Me miró desconfiado
pero no me atendió mal. Parpadeó algo cuando le dije que me enviaba el vecino,
pero nada más. Enseguida quiso saber detalles concretos de la operación y se
los di.
-Esa tía –me
preguntó- la dueña de la casa ¿ha testado a favor suyo?
-No –le respondí-
y hay otros herederos.
-¿Entonces?
–preguntó y se quedó mirándome.
-Hay que
hacer –dije poniendo mi mejor cara de inocente- como hizo el vecino. Con el
médico ya hablé, con el de Urquiza.
No hizo un
gesto pero en su mirada adiviné que se contenía para no pegarme. Me mantuve
quieto y aún agregué: Si hay que ver a un abogado dígame y voy. La cosa es
quedarme con la propiedad y venderla.
Dudó
segundos que conté como eternidades. Yo miraba sus manos, que temblaban y
estrujaban papeles. No terminaba nunca de examinarme, pero al final abrió un
cajón y al par que yo rogaba que no extrajera de allí un arma, vi con alivio
que sacaba una tarjeta y me la alcanzaba. Era la dirección de un abogado de la calle
Tucumán.
-Los
ingenieros están enfrente –agregó.
Cuando me
levanté para irme respondió a mis palabras de agradecimiento con un seco y
amenazante “que sea verdad”. Salí loco de contento. Y cuando al asomarme al
estudio de la calle Tucumán vi moverse, en un ambiente torvo, que despedía un
olor hediondo, a media docena de monstruos solemnes y engominados, de caras
manchadas y gestos vitaliciamente despectivos, rechinando números de leyes y
artículos de la Constitución, comprendí que tenía la organización al
descubierto. Y si alguna duda podía quedarme, se esfumó al echar un vistazo al
estudio frontero, donde decenas de ingenieros y arquitectos, de mirada viscosa
y belfo babeante, se aplicaban, sentados en altos taburetes y frente a mesas
igualmente elevadas, a copiar y recopiar planos de viviendas.
La
organización había sido descubierta. Sólo cabía esperar el próximo golpe y denunciarlo.
Revisen ese cuerpo, me oía decir. Hallarán vestigios de estricnina. Examinen
esa escritura. Seguro que está viciada de nulidad. Revisen el juicio sucesorio.
Los legítimos herederos han sido trampeados. Y vean por fin esos planos. Fueron
hechos antes, mucho antes, de que la vieja muriera, lo que demuestra el ánimo
delincuente de esta conjura.
Pero sucedió
algo imprevisto. Mi padre se hallaba cepillando unas maderas en el fondo,
cuando cayó redondo al suelo. Fue preciso llamar a una ambulancia, el médico
diagnosticó infarto, pronosticó no menos de tres meses de cama y recomendó que
dejara de trabajar. Yo debí iniciar por él los trámites de jubilación,
suplantarlo en las contabilidades, dejar casi de estudiar y, naturalmente,
abandonar, al menos por un tiempo, la persecución de los de al lado.
Una tarde
que me hallaba escribiendo no se qué, mi madre, sin dejar de tejer ni de hamacarse,
reflexionó en voz alta: Al fin el vecino no es tan malo. Preguntó por papá y lo
hizo de corazón.
Me estremecí
pero no dije nada para no preocuparla. Estaba seguro de que el monstruo, al
tanto de mis pasos y de mis propósitos, se disponía a contraatacar aprovechando
el momento de mayor debilidad de su enemigo.
Y a la
madrugada, como hacía mucho tiempo que no ocurría, el teléfono volvió a sonar.
Me sorprendió despierto. La voz era lejana y entrecortada y podía corresponder
lo mismo a un viejo que a una vieja, a un enfermo debilitado por el mal que a
un simple catarroso.
-Se han ido
–fue lo primero que me dijo-. Me han dejado sola. Voy a volverme loca. La veo
en sueños a la pobre viuda. Yo ayudé a matarla. La veo, ellos lo saben y por
eso me dejan sola. Ahora quieren acabar conmigo. Venga, quiero confesar, estoy
sola.
La voz se
desvaneció, como si la mujer se hubiera desmayado y a pesar de que esperé un
largo rato, del otro lado no colgaron el auricular.
Volví a mi
cuarto, apagué la luz y me vestí a oscuras. Tomé una linterna y de ella me
serví para recolectar todas las llaves de la casa.
Era una
noche fría y no se veía a nadie por la calle. Una a una fui probando mis llaves
en la cerradura de la puerta de ingreso a la casa del vecino. Lo hice
minuciosamente, sin ruidos, sin importarme los minutos que pasaban y echando,
de vez en cuando, un vistazo a las esquinas. Cuando el último e inútil forcejeo
me indicó que fracasaba apelé, sin esperanza alguna, a la solución más simple:
empuñé el picaporte, lo hice girar… ¡y la puerta se abrió!
Ante mi se
abrió entonces un pasillo oscuro, largo y siniestro. Reinaba un silencio total,
aunque es probable que se oyeran los latidos de mi corazón, que golpeaban
fuerte. Nada vi ni sentí que revelara que aquella casa estaba habitada. Sólo un
olor, un olor extraño, como a animal, a zoológico, que uní de inmediato a fiera
en acecho. Por eso, sólo por ese detalle, opté por cerrar la puerta y volverme
a casa. No habría caminado más que un par de pasos cuando un estrépito de vidrios
rotos me sacudió. Luego lo supe: el monstruo, burlado, había dado un tremendo
portazo.
Pocos días
después el monstruo lanzó, como me lo temía, su segundo golpe, ahora contra mi
padre. A la mañana siguiente inició un martilleo incesante sobre la medianera.
Me asomé a mi observatorio y vi que un par de obreros, bajo la dirección del
vecino, daban golpes de maza sobre el muro, abriendo grandes agujeros. No lo
dudé ni un instante. Me dirigí a la oficina municipal y conseguí que le
enviaran un inspector para detener la obra. Pero fue en vano porque el tipo
demostró, exhibiendo el correspondiente permiso, que estaba en su derecho pues
se proponía ampliar su vivienda.
En tanto mi
padre, en casa, enloquecía a cada golpe. Y los golpes se sucedían sin cesar,
desde la mañana, bien temprano, hasta el atardecer. Y aún después seguía el
ruido pues el vecino, al que jamás viera trabajar antes de esto, arrastraba
escombros y materiales de un lado a otro hasta la hora de dormir.
Cuando ya no
se pudo más, porque veíamos que papá se moría, mamá y yo, de común acuerdo,
decidimos transar. Ella (yo no tuve el coraje de acompañarla), fue a ver al
vecino y logró que en nombre de la piedad, cesara la obra. Yo sentí una inmensa
tristeza, un fuerte sentimiento de frustración y de impotencia, pero me consolé
viéndolo revivir al viejo, oyéndolo cantar y volver al jardín a regar las
plantas.
Al tiempo la
suegra del monstruo murió y yo, sin poder contenerme, aproveché que en el fondo
aún quedaba un agujero en la medianera para encararlo. Estaba como siempre, de
piyama y chancletas, sin hacer nada salvo fumar.
Eh! –le
grité-. A vos te hablo.
Y cuando se
acercó, más por afán de matar el tiempo que porque le interesara lo que yo
pudiera decirle, aproveché para desahogarme. Lo llamé asesino, degenerado,
cornudo; le grité también que me había acostado con su mujer y que conocía muy
bien su organización. Y hasta le di el nombre del escribano, del médico, de los
abogados y de los ingenieros.
Por toda
respuesta se agachó, recogió un ladrillo y antes de clausurar con él la
comunicación me respondió sobrador, con un tono que me hizo erizar la piel: Tu
casa me gusta. Es grande, tiene mucho fondo y a vos y a tu viejo los veo medio
paliduchos.
Sin que nada
lo hiciera prever, un día se mudaron. Mi madre ya sabía adónde se iban: a
Caballito sur. A casa de una hermana de la suegra, vieja como de ochenta años.
-¿Te parece
que volverán, mamá? –le pregunté, porque no sé cómo pero mi vieja siempre sabe
todo. Sin embargo esta vez lo pensó un poco y al fin me respondió.
-Ellos no
creo, pero los ingenieros si.
-Entonces
papá…
Ella
asintió, por lo que nos quedamos tristes, sumidos en negros pensamientos.
El día de la mudanza de los de al
lado me asomé a la
puerta para verlos partir. Cargaron todo en
dos
grandes camiones, subió la familia al viejo
auto del
médico y, con el monstruo al volante, de
pijama y rancho, partieron. La mujer, sonriente, me hizo señas pícaras; los
chicos, en el asiento de atrás, se revolcaban jugando quién sabe a qué. El,
antes de que el auto doblara la esquina, me lanzó una mirada sobradora por el
espejo retrovisor. Le hice un corte de manga. Esta gente –me dije entonces- va
a terminar con todas las casas viejas de Caballito.
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