domingo, 10 de abril de 2016

La conjura

                                    La  conjura

En pijama y chancletas, despeinado, barbudo. Así estaba la primera vez que lo vi, una mañana, en la puerta de la casa de al lado, la casa del médico. Se desperezó y dudó un poco; al fin recogió el tacho de basura que estaba junto al cordón de la vereda y se metió adentro silbando. Me quedé mirando al nuevo vecino pues llamaba la atención en él, más que la mala traza y aún más que su horrible fealdad, cierto gesto despectivo, arrogante, cierta suciedad de su mirada, que jamás se le caía de la cara. Como si nada fuera bueno para él y como si ese fuera un sentimiento que le partiera de muy adentro, para fluir al exterior atravesando una epidermis roñosa.
Su silbido merece ser tratado aparte. Cuando lo escuché aquella mañana me hizo estremecer. Era un ruido chirriante que no imitaba ni buscaba ninguna melodía y que lanzaba sin porqué, ni alegría ni pena, pero que siempre lo tenía ahí, entre los labios fruncidos.
Mi madre, que nunca sale para nada de casa y apenas si se asoma al balcón –y esto durante el verano y al atardecer- lo sabía todo. La viuda del médico ya estaba acompañada por su sobrino y su familia, con lo que se terminaba su aislamiento. En los últimos años de la vida del doctor no se admitieron más allí ni visitas ni pacientes. El corazón y los nervios del paciente imponían allí el silencio y la oscuridad. Y murió cuando un repartidor de leche voceó estentóreamente su mercadería en el zaguán de la casa.
Al quedar la viuda sola en el caserón, poco a poco se fue abriendo a algunos parientes y vecinos, hasta que apareció el del silbido. Con el pretexto de acompañarla le fue dejando un día a su suegra, otro a su mujer y a los chicos y al final todos se quedaron allí, a vivir con ella.
-Son también de Caballito –completó mi madre sin dejar de desmadejar el ovillo de lana- pero del lado sur.
Los métodos que emplea mi madre para saberlo todo sin moverse de casa, jamás podré conocerlos, pero la seguridad natural con que se expresa jamás deja dudas.
La segunda vez que vi y oí a este hombre yo estaba sobre la medianera, abrazado al tanque y tratando de determinar por qué el agua no llegaba hasta allí. Sentí unos gritos: él (si, qué otro), con diabólica minuciosidad, en medio del patio, aporreaba a su mujer. Si la tenía de frente, cachetadas en la cara; si le daba la espalda, puntapiés en el trasero; si se caía, golpes en las costillas. La suegra lo miraba atónita y los chicos aterrorizados.
Cuando terminó de golpearla se asentó el pelo grasiento y mientras se introducía en una habitación alcancé a oír que dijo, sin mayor emoción en la voz: -Y otra vez no te me vistas así ni me tardés dos horas para ir al súper.
Al rato nomás, ya estaba oyendo de nuevo su silbido.
Desde entonces me preocupé por el destino de la viuda del médico. La imaginé secuestrada por aquel rufián y fueron varias las veces que, con un pretexto u otro, me encaramé al techo de casa para tratar de confirmar mis sospechas.
Pero fue otra vez mi madre, al cabo de no sé cuántas trepadas infructuosas, la que me dijo que la pobre mujer no salía de su cuarto, apenas si se levantaba de la cama y dependía para todo de esta gente.
-¿Entonces –pregunté- la tienen secuestrada?
Mi madre detuvo el andar de su mecedora, dudó un poco –tal vez consultara a sus informantes ocultos y finalmente me dijo: enferma, tal vez próxima a morir.
Una madrugada, a las dos o a las tres, escuchamos el teléfono. Lo atendí casi dormido y alcancé a percibir un hilo de voz, que se individualizaba como de la vecina, esto es, la viuda del médico, y que reclamaba ayuda. Un abogado, la policía, decía la voz, porque tenía la sospecha de que la estaban envenenando. Sólo eso y después cortó.
Al día siguiente consulté a mi padre. No te metás, me dijo. La vieja puede estar loca o tal vez no fue ella la que llamó y se trata de una broma. O, si fuera verdad, te metés y es para peor.
El consejo paterno me pareció muy racional, pero no me agradó. Y todavía menos cuando a la madrugada siguiente el llamado se repitió y así siguió a lo largo de la semana.
Consulté entonces a un abogado amigo y me indicó el único camino posible: hacer la denuncia a la policía. Cuando me padre se enteró quiso echarme de casa, pero ya estaba hecho. Un tarde vimos cómo el patrullero de la 11ª se detenía frente a la puerta vecina, bajaban del auto dos policías y llamaban tocando el timbre y dando palmadas. Abrió el monstruo, hubo un breve cabildeo y al fin entraron los tres a la casa. Al rato –un rato interminable y lleno de suspenso- se abrió la puerta, salieron todos, hubo sonrisas, evidentes disculpas de las fuerzas del orden y al fin el auto y los policías se marcharon. El monstruo levantó levemente la mano para despedirlos y luego, mientras emitía un chirrido, lanzó una significativa mirada hacia nuestra casa.
Nos encerramos con miedo, esperando lo peor. A la madrugada me desperté aterrorizado. El teléfono nos estaba llamando. La misma voz, débil, lejana, que imploraba ayuda. –Pero si le mandé la policía –le dije y me contestó: Si, pero estaban todos y tuve miedo. Por favor…
Ocurrió que el vecino había interceptado a mi padre al llegar a casa. Y poniéndole delante su facha horrorosa, le recordó con sin igual procacidad a su madre, a su mujer y, sobre todo, a su hijo; le prometió golpearlo en cualquier momento y lo amenazó por último con matarlo si volvía a hacer una denuncia a la policía.
Mi primer impulso fue correr hasta lo del vecino y pegarle cuatro tiros. Pero no fue sólo el sano consejo de mi padre, ya calmado, al que se sumó el ruego de mi madre, lo que me detuvo, sino la ausencia total de armas en casa, tan inocente era nuestra existencia por entonces.
-Olvidate –dijo mi padre y me ofreció vino y queso.
-Olviden –aconsejó también mi madre, mientras servía papas fritas en los platos.
Desde entonces me aposté hasta tres y hasta cuatro veces por día sobre el techo de casa, para observar la vida en la casa vecina. No sé aún qué pretendía. Pero al tiempo tuve un dulce objetivo: deleitarme mirando a la mujer del monstruo pasearse por el patio en paños muy menores, salir del baño todavía secándose y cambiarse de ropa con la puerta del dormitorio abierta.
Pero también observaba a los demás miembros de la casa. Toda la tarea del monstruo en ella parecía limitarse al recorrido interminable y moroso del patio, las piezas y la cocina. Era como esos gatos a los que nunca les resulta suficientemente cómodo el lugar en que se encuentran e iba de un sillón a otro, mascaba pan, tomaba mate, insultaba al que pasaba en ese momento por donde él estaba –con un insulto corto, seco- o le daba un manotazo en las nalgas a la mujer, que ésta recibía con indiferencia. Intuí lo que significaba todo eso: él, simplemente, estaba esperando, vivía en esa actitud, aguaitando un desenlace del que estaba seguro, que le pertenecía, pero que se demoraba tal vez más de lo que sus nervios lo permitían.
Y conocí a la suegra, infeliz, achicada, yendo también de aquí para allá, llevando esto o aquello, tendiendo ropa, lavando el patio. Pero a horas fijas, que a veces el yerno le recordaba de mal modo, iba a la cocina y volvía de allí con un vaso de agua en una mano y un pequeño sobre blanco en la otra, que llevaba hasta una de las habitaciones. Luego la veía salir, ya sin el sobre y con el vaso vacío. El yerno la interrogaba con la mirada; ella asentía y volvía callada a sus ocupaciones.
Si la insatisfacción sexual era motivo importante en los adulterios de la mujer del monstruo, no le iba en zaga su afán de que la escucharan. Hablaba en todo momento, aún en aquellos en los que parece que las palabras están de más. Así, di por sentado que muy pronto me iba a enterar de lo que pasaba en esa casa. Y en ese convencimiento y aunque tuve múltiples oportunidades de hacerlo, no me di ninguna prisa por interrogarla. Lo que pasaba, debo admitirlo, es que aquella mujer como amante representaba algo así como la enciclopedia del amor y temí que, sabida la verdad, no tuviese ya pretextos para seguir saliendo con ella.
Pero como el tiempo pasaba, mi salud y mis fondos se resentían y mi conciencia ya se resistía a seguir siendo mi cómplice, me decidí a atacar. Elegí un momento que me pareció propicio. Sentada a los pies de la cama, un bombón interrumpía su ya largo y conocido monólogo, ya que no hacía más que despotricar contra su marido. –Che –le dije entonces, aprovechando la pausa- hace mucho que no veo a la tía de tu marido. ¿Sigue enferma, la tienen secuestrada o qué le pasa?
Ella no demostró que la impresionara en lo más mínimo mi pregunta. Se encogió de hombros y mientras buscaba otro bombón en la caja, me dijo simplemente que ella tampoco la veía nunca. –Mamá y mi marido–siguió mientras le daba un mordisco al bombón- se ocupan de ella. Yo ya tengo suficiente con los chicos, ¿no te parece?, para cargar todavía con la vieja. Me levanto a la mañana, les hago el desayuno, los preparo para la escuela, después me voy a hacer las compras…  
Me dormí escuchándola. Días después yo volvía a mi apostadero y ella a su amante del mercadito chino. Entonces empecé a ocuparme de la suegra. Estuve días aguardando la oportunidad de encontrarla sola en el patio para poder hablarle, ya que jamás salía a la calle si no era en compañía de su familia. Esa situación se dio, precisamente, cuando hacía uno de sus viajes diarios con el vaso y la pastilla. La chisté una, dos, tres veces, cada vez más fuerte y con más miedo. Al fin miró hacia arriba y reparó en mi, pero se asustó de tal manera que se le derramó el agua. Era evidente que iba a echar a correr; quise evitarlo, pero fui tan torpe que sólo atiné a gritarle: ¿Qué lleva allí? ¿Veneno? No tuve respuesta porque, despavorida, se perdió en una de las habitaciones.
Una vez por mes, más o menos, el monstruo se vestía de gente, metía a toda la familia en el viejo auto que perteneciera al doctor y los sacaba a pasear por un par de horas. Esa era la ocasión que un tipo con agallas podía aprovechar para deslizarse hasta la casa de al lado y develar de una vez por todas el misterio, interrogando directamente a la supuesta víctima.
Ese hombre con agallas no podía ser, lamentablemente, otro que yo. Y tuve que hacerlo. Al principio las cosas marcharon bien. Me afirmé en la soga que había atado al tanque, puse mis dos pies, bien abiertos, contra la medianera y me fui deslizando. Pero bien pronto sentí que la cuerda me quemaba las manos y que no podría aguantar más. Aguanté lo que pude y faltando no menos de dos metros me dejé caer. Tuve suerte de no quebrarme una pierna, pero la consiguiente sensación de alivio duró poco. Cuando, sentado en el patio, aprecié la distancia que me separaba de mi divisadero, me di cuenta de que nunca más podría subir por allí.
Con esa certeza desagradable pesándome en el ánimo inicié mi tarea: tenté cada uno de los picaportes de las habitaciones que daban al patio. Tras el primero que cedió me hallé con la anciana viuda del médico.
La mujer estaba acostada ocupando apenas un pedacito de la vieja cama matrimonial; la cabeza, casi calva, hundida en la enorme almohada; pálida, como sólo pueden estarlo los muertos; los ojos cerrados y un leve murmullo al respirar; las manos, casi transparentes y muy arrugadas, sobre las sábanas blanquísimas.
El ambiente era pulcro y sereno, dominado por el olor del alcanfor. Un velador, de pantalla de pergamino, alumbraba levemente el rostro de la enferma y sobe la mesa de luz había también un vaso, un frasco con pastillas y un misal. Me acerqué para ver de qué pastillas se trataba y aunque la etiqueta denunciaba un remedio para el corazón, me guardé una con el propósito de hacerla analizar vaya a saber dónde, ya que no conocía a ningún farmacéutico.
Junté mi rostro al de la anciana y la llamé. Como no diera muestras de haberme oído repetí el llamado, ahora más fuerte. Ni parpadeó. Comencé a ponerme nervioso. Algo me decía que debía apurar la partida y el recuerdo de que debería hacerlo por el frente me sacaba de quicio. Primero me resistí, pero al fin debí sacudirla hasta llegar a hacerlo vigorosamente, urgido por el miedo. Esta está muerta en vida, concluí desconsolado y la dejé caer. La cabeza le quedó ladeada y la boca entreabierta; parecía un pelele de trapo.
Quedé un rato clavado allí, razonando desesperado sobre lo inútil de la aventura, cuando un ruido, característico, oído muchas veces durante mi infancia, me aterrorizó. Era el trepidar inconfundible del motor del auto del médico entrando al garaje.
Salí al patio presa de pánico. Una, dos, diez veces intenté escalar la pared tomándome de la soga y otras tantas caí al suelo sin haber logrado elevarme más de un metro. Y cuando el ruido de pasos y de voces me indicó que ya los tenía sobre mí, como último recurso me tiré detrás de una maceta y allí aguardé, hecho una pelota, los ojos cerrados y los brazos sobre la cabeza, resignado a que ocurriera la voluntad de Dios.
Lo sentí recorrer el patio, entrar a las habitaciones, encender las luces, charlar, abrir una canilla; oí también su silbido, el silbido del monstruo, sin emoción, irritante y el parlotear mejicano de la TV, aparentemente encendida por los chicos; el tarareo de una canción de moda por la mujer joven y el parloteo con las ollas de la vieja.
Al fin, me atreví a levantar la cabeza y espiar. El hombre, ya en piyama, estaba en la puerta de una de las habitaciones mirando hacia el patio y fumando. Se adelantó unos pasos, como si quisiera cerciorarse de algo y luego, de pronto, se metió adentro. Adiviné lo que pasaba: había visto la soga. De un salto me incorporé, crucé el patio como una exhalación y sin tiempo para pensarlo salí decidido a buscar la puerta del garaje para encontrar –Dios me había oído- que estaba abierta. Un par de segundos después, entrando ya a casa, sentí el estampido inconfundible de un tiro.
Arrastrándome por el techo me asomé ligeramente sobre la medianera. Allí, abajo, estaba el monstruo mirándome sereno; empuñaba en su derecha un revólver y con su izquierda sostenía la soga. Lo rodeaba toda la familia, asustada y mirando, como él, hacia donde yo estaba.
-Recogela –me ordenó. Y luego agregó, seguro: La próxima vez no te voy a errar.
Le obedecí sin chistar y abdiqué de mis propósitos con la convicción de que sería para siempre.
Días después moría la viuda del médico. Solo advertimos unos pocos visitantes y las puertas de la casa se cerraron temprano. Al día siguiente, sin más cortejo que el viejo auto del doctor conducido por un sobrino, la anciana partió hacia el cementerio.
En casa apenas comentamos el hecho pero, aunque no queríamos confesarlo, nos invadía cierta sensación de alivio.
-Lo pasado, pisado –dijo mi padre mientras cenábamos y sin que hubiera mediado diálogo alguno. Pero la conversación debió haber transcurrido dentro de cada uno, porque mamá y yo asentimos sin más.
Pero no sé a qué hora, comencé a soñar apurado. Cascabeles, matracas, sirenas, unos monstruos horribles me los sacudían inclementes junto a los oídos. Y era en vano tratar de espantarlos, pues volvían y hasta mi propio padre se sumó a ellos.
-¿Pero no sentís el teléfono? ¿Estás sordo?
No sé cuánto tardé en distinguir la realidad del sueño: sólo sé que cuando llegué hasta el teléfono mi madre ya lo había atendido y estaba charlando con su tono más calmo.
-Pero si señora –decía- no se preocupe, nosotros la ayudaremos. Vaya, vaya, duerma nomás, tranquilícese. Vaya, vaya…
La pregunta se imponía. Sólo que no pude hacerla sino tartamudeando de miedo: ¿Pero con quién hablás ahora, mamá, si se ha muerto?
-¿Quién se ha muerto? –me respondió con calma irritante.
-¿Cómo quien? ¿Acaso no se ha muerto la que llamaba siempre a estas horas, la viuda del médico?
-Pero si no era ella la que llamaba. ¿No sabías que era la suegra del vecino? Con vos hablaba a veces a la madrugada y conmigo todas las tardes. Pobre mujer, me parece que está trastornada.
-Entonces, mamá –pretendí aclarar definitivamente- vos sabías que no era la viuda la que llamaba por las madrugadas.
-¿Cómo iba a ser ella –me respondió mamá con su habitual simpleza- si estaba en tal estado que no podía levantarse de la cama y el teléfono lo tuvieron siempre en el vestíbulo?
                               0     0    0
Habíamos terminado de comer y una dulce languidez nos invadía. Mi padre, apenas levantadas las cosas de la mesa, se había puesto a llenar de números las páginas de un cuaderno; mamá, en la cocina, sumaba al ruido del agua y de los platos su voz cantarina tarareando un vals, siempre el mismo vals. Los llamados hacía rato que se habían interrumpido, empezaba una nueva primavera y mi hogar era en ese momento la imagen de la paz al alcance del hombre. Yo entrecerraba los ojos y sentía que me invadía un dulce vaho sensual. La vecina, a la que en el entresueño conseguía recrear callada, se me acercaba provocativa.
-Voy a estudiar –mentí y me dirigí subrepticio hasta el techo. La fortuna me sonrió.  No habría esperado ni diez minutos cuando ella, en transparente camisón, salió de la cocina y atravesó el patio. Arriesgué mi cabeza por sobre la medianera con el propósito de chistarla y proponerle otra cita, pero todo quedó en mueca: es que advertí que ella, seria, como cumpliendo un rito, avanzaba con un vaso de agua en una mano y una pastilla blanca en la otra.
Al rato, febril, me hallé buscando otro sello en unos pantalones viejos: el que había recogido de la mesa de luz de la vieja vecina. Media hora después estaba en el laboratorio de la Facultad haciendo analizar esa pastilla. Y aunque dio como resultado que era nomás, un remedio cardíaco, resolví, allí mismo, sin más reflexión, investigar hasta el fin.
Comencé mi investigación coimeando a un infeliz empleado municipal –así debía ser para tentarse con lo poco que yo podía darle- de modo de conseguir el nombre del médico que había extendido el certificado de defunción de mi vecina. Ese debía ser, según mi deducción, uno de los eslabones de la organización que seguramente lideraba mi ahora vecino, el monstruo.
Era un médico de venéreas de Villa Urquiza. Y mientras aguardaba en la sala de espera, fría, sola, sucia, poblada de trastos viejos y con las paredes adornadas con viejas tapas de Para Ti, me fui poniendo nervioso. Pero cuando abrió la puerta perdí el poco dominio que aún tenía sobre mis nervios. Allí estaba, casi tal cual, con su cara hecha a pellizcos y mordiscones, sus ojos turbios y su gesto arrogante, mi vecino, aunque en lugar de pijama a rayas usara un delantal salpicado de sangre y linfa.
No me dijo “pase”, como es corriente, sino “qué quiere”, como si nunca atendiera allí a nadie. Balbucee la palabra “purgación” porque fue la primera que se me ocurrió y entonces debí bajarme los pantalones delante de él, someterme a un humillante manoseo, pasar por idiota porque no me encontró nada y finalmente pagarle para que me dejara ir.
Mi único instante de lucidez lo tuve al despedirme, cuando le dije: -Usted me recuerda a un amigo. Y cité el nombre de mi vecino. Me pareció que cambiaba de color, que las manchas violáceas se le tornaban púrpuras y que le corría un brillo maligno por los ojos. Su reacción no me asombró: de un empujón me sacó del consultorio y cerró de un portazo.
Por un amigo que trabaja en el Registro de la Propiedad conseguí el nombre del escribano que hiciera la escritura de la casa vecina y que, según yo lo presumía, debía ser trampeada. Esta vez tomé primero una pastilla tranquilizante y así fue como llegué casi sin nervios hasta el primer piso de la Galería Güemes. Allí, cerca de una de las ventanas que miran al pasaje, rota y entreabierta, en el cruce de unos pasillos por los que parece que jamás pasara una escoba, tenía su guarida mi segundo hombre. Una oficina lúgubre, alumbrada por una única lamparita que pendía penosamente de un cable, asilo de incontables moscas, y en la que todo el amueblamiento eran un escritorio, dos sillas desvencijadas y un armario torcido.
Cuando estuve cerca de él y pude verle la cara mi corazón brincó, pero de gozo. Era horrible, tenía los estigmas familiares, el rostro absurdamente asimétrico y los dientes grandes y separados; su aliento hedía y de su nariz, llena de protuberancias, salían matas de pelos largos y negros.
Me miró desconfiado pero no me atendió mal. Parpadeó algo cuando le dije que me enviaba el vecino, pero nada más. Enseguida quiso saber detalles concretos de la operación y se los di.
-Esa tía –me preguntó- la dueña de la casa ¿ha testado a favor suyo?
-No –le respondí- y hay otros herederos.
-¿Entonces? –preguntó y se quedó mirándome.
-Hay que hacer –dije poniendo mi mejor cara de inocente- como hizo el vecino. Con el médico ya hablé, con el de Urquiza.
No hizo un gesto pero en su mirada adiviné que se contenía para no pegarme. Me mantuve quieto y aún agregué: Si hay que ver a un abogado dígame y voy. La cosa es quedarme con la propiedad y venderla.
Dudó segundos que conté como eternidades. Yo miraba sus manos, que temblaban y estrujaban papeles. No terminaba nunca de examinarme, pero al final abrió un cajón y al par que yo rogaba que no extrajera de allí un arma, vi con alivio que sacaba una tarjeta y me la alcanzaba. Era la dirección de un abogado de la calle Tucumán.
-Los ingenieros están enfrente –agregó.
Cuando me levanté para irme respondió a mis palabras de agradecimiento con un seco y amenazante “que sea verdad”. Salí loco de contento. Y cuando al asomarme al estudio de la calle Tucumán vi moverse, en un ambiente torvo, que despedía un olor hediondo, a media docena de monstruos solemnes y engominados, de caras manchadas y gestos vitaliciamente despectivos, rechinando números de leyes y artículos de la Constitución, comprendí que tenía la organización al descubierto. Y si alguna duda podía quedarme, se esfumó al echar un vistazo al estudio frontero, donde decenas de ingenieros y arquitectos, de mirada viscosa y belfo babeante, se aplicaban, sentados en altos taburetes y frente a mesas igualmente elevadas, a copiar y recopiar planos de viviendas.
La organización había sido descubierta. Sólo  cabía esperar el próximo golpe y denunciarlo. Revisen ese cuerpo, me oía decir. Hallarán vestigios de estricnina. Examinen esa escritura. Seguro que está viciada de nulidad. Revisen el juicio sucesorio. Los legítimos herederos han sido trampeados. Y vean por fin esos planos. Fueron hechos antes, mucho antes, de que la vieja muriera, lo que demuestra el ánimo delincuente de esta conjura.
Pero sucedió algo imprevisto. Mi padre se hallaba cepillando unas maderas en el fondo, cuando cayó redondo al suelo. Fue preciso llamar a una ambulancia, el médico diagnosticó infarto, pronosticó no menos de tres meses de cama y recomendó que dejara de trabajar. Yo debí iniciar por él los trámites de jubilación, suplantarlo en las contabilidades, dejar casi de estudiar y, naturalmente, abandonar, al menos por un tiempo, la persecución de los de al lado.
Una tarde que me hallaba escribiendo no se qué, mi madre, sin dejar de tejer ni de hamacarse, reflexionó en voz alta: Al fin el vecino no es tan malo. Preguntó por papá y lo hizo de corazón.
Me estremecí pero no dije nada para no preocuparla. Estaba seguro de que el monstruo, al tanto de mis pasos y de mis propósitos, se disponía a contraatacar aprovechando el momento de mayor debilidad de su enemigo.
Y a la madrugada, como hacía mucho tiempo que no ocurría, el teléfono volvió a sonar. Me sorprendió despierto. La voz era lejana y entrecortada y podía corresponder lo mismo a un viejo que a una vieja, a un enfermo debilitado por el mal que a un simple catarroso.
-Se han ido –fue lo primero que me dijo-. Me han dejado sola. Voy a volverme loca. La veo en sueños a la pobre viuda. Yo ayudé a matarla. La veo, ellos lo saben y por eso me dejan sola. Ahora quieren acabar conmigo. Venga, quiero confesar, estoy sola.
La voz se desvaneció, como si la mujer se hubiera desmayado y a pesar de que esperé un largo rato, del otro lado no colgaron el auricular.
Volví a mi cuarto, apagué la luz y me vestí a oscuras. Tomé una linterna y de ella me serví para recolectar todas las llaves de la casa.
Era una noche fría y no se veía a nadie por la calle. Una a una fui probando mis llaves en la cerradura de la puerta de ingreso a la casa del vecino. Lo hice minuciosamente, sin ruidos, sin importarme los minutos que pasaban y echando, de vez en cuando, un vistazo a las esquinas. Cuando el último e inútil forcejeo me indicó que fracasaba apelé, sin esperanza alguna, a la solución más simple: empuñé el picaporte, lo hice girar… ¡y la puerta se abrió!
Ante mi se abrió entonces un pasillo oscuro, largo y siniestro. Reinaba un silencio total, aunque es probable que se oyeran los latidos de mi corazón, que golpeaban fuerte. Nada vi ni sentí que revelara que aquella casa estaba habitada. Sólo un olor, un olor extraño, como a animal, a zoológico, que uní de inmediato a fiera en acecho. Por eso, sólo por ese detalle, opté por cerrar la puerta y volverme a casa. No habría caminado más que un par de pasos cuando un estrépito de vidrios rotos me sacudió. Luego lo supe: el monstruo, burlado, había dado un tremendo portazo.
Pocos días después el monstruo lanzó, como me lo temía, su segundo golpe, ahora contra mi padre. A la mañana siguiente inició un martilleo incesante sobre la medianera. Me asomé a mi observatorio y vi que un par de obreros, bajo la dirección del vecino, daban golpes de maza sobre el muro, abriendo grandes agujeros. No lo dudé ni un instante. Me dirigí a la oficina municipal y conseguí que le enviaran un inspector para detener la obra. Pero fue en vano porque el tipo demostró, exhibiendo el correspondiente permiso, que estaba en su derecho pues se proponía ampliar su vivienda.
En tanto mi padre, en casa, enloquecía a cada golpe. Y los golpes se sucedían sin cesar, desde la mañana, bien temprano, hasta el atardecer. Y aún después seguía el ruido pues el vecino, al que jamás viera trabajar antes de esto, arrastraba escombros y materiales de un lado a otro hasta la hora de dormir.
Cuando ya no se pudo más, porque veíamos que papá se moría, mamá y yo, de común acuerdo, decidimos transar. Ella (yo no tuve el coraje de acompañarla), fue a ver al vecino y logró que en nombre de la piedad, cesara la obra. Yo sentí una inmensa tristeza, un fuerte sentimiento de frustración y de impotencia, pero me consolé viéndolo revivir al viejo, oyéndolo cantar y volver al jardín a regar las plantas.
Al tiempo la suegra del monstruo murió y yo, sin poder contenerme, aproveché que en el fondo aún quedaba un agujero en la medianera para encararlo. Estaba como siempre, de piyama y chancletas, sin hacer nada salvo fumar.
Eh! –le grité-. A vos te hablo.
Y cuando se acercó, más por afán de matar el tiempo que porque le interesara lo que yo pudiera decirle, aproveché para desahogarme. Lo llamé asesino, degenerado, cornudo; le grité también que me había acostado con su mujer y que conocía muy bien su organización. Y hasta le di el nombre del escribano, del médico, de los abogados y de los ingenieros.
Por toda respuesta se agachó, recogió un ladrillo y antes de clausurar con él la comunicación me respondió sobrador, con un tono que me hizo erizar la piel: Tu casa me gusta. Es grande, tiene mucho fondo y a vos y a tu viejo los veo medio paliduchos.
Sin que nada lo hiciera prever, un día se mudaron. Mi madre ya sabía adónde se iban: a Caballito sur. A casa de una hermana de la suegra, vieja como de ochenta años.
-¿Te parece que volverán, mamá? –le pregunté, porque no sé cómo pero mi vieja siempre sabe todo. Sin embargo esta vez lo pensó un poco y al fin me respondió.
-Ellos no creo, pero los ingenieros si.
-Entonces papá…
Ella asintió, por lo que nos quedamos tristes, sumidos en negros pensamientos.
El día de la mudanza de los de al lado me asomé a la
 puerta para verlos partir. Cargaron todo en dos
 grandes camiones, subió la familia al viejo auto del

 médico y, con el monstruo al volante, de pijama y rancho, partieron. La mujer, sonriente, me hizo señas pícaras; los chicos, en el asiento de atrás, se revolcaban jugando quién sabe a qué. El, antes de que el auto doblara la esquina, me lanzó una mirada sobradora por el espejo retrovisor. Le hice un corte de manga. Esta gente –me dije entonces- va a terminar con todas las casas viejas de Caballito. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario